martes, 1 de diciembre de 2009

Ángeles Caídos

Un santaclós apócrifo, una botarga del Doctor Simi, aquel aparador de Suburbia, las luces del Zócalo: a eso se reduce la Navidad. No hay sonrisas sinceras. Todo mundo se embriaga. Un auto se pasa el alto y embiste a una familia que nunca sospecha la desgracia. Llanto, miedo, dolor, tantas emociones en tan pocos segundos. El conductor ebrio se da a la fuga. Una ambulancia llega siempre demasiado tarde. Un nudo en la garganta. El parte médico no es nada optimista. Un niño yace inerte. Dios no escucha los ruegos de casi nadie. Los mirones se regodean en el morbo. La sangre es un asunto cotidiano, ya no conmueve. Un policía desvía el tráfico. Tu mami te espera en casa. Tu padre no deja de emborracharse. En el intercambio de regalos te tocó la vieja más insoportable. Merry Christmas. Los villancicos no te dicen nada. Lalo y sus Ardillitas siguen cantando la misma tonada estúpida y tú sólo quisieras que las vacaciones duraran todo el año. La escuela te abruma, el trabajo de medio tiempo ya te tiene hasta la madre. Otro fin de año sin novia. Ojalá te regalen unos Converse en Navidad. Pedir un Ipod suena a imposible. Tu vida no es un anuncio de Liverpool, en definitiva. La felicidad es un catálogo de Sears: una familia sonriente, con suéters impecables y bufandas de colores. La vida, la vida es otra cosa: el recibo de la luz, la cuenta de teléfono, el precio del gas, las quejas de un ama de casa, la tristeza de un niño olvidado por los Reyes Magos, un anciano formado para cobrar su pensión, aquella adolescente embarazada, el gordo de la esquina que se masturba en la oscuridad, un tipo baleado en cualquier calle. Y los diarios que hacen la suma de los ejecutados. Hace mucho que no sabes lo que es una feliz Navidad.

Roberto G. Castañeda