domingo, 30 de agosto de 2009

La noche de los feos

1

Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas. Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno -o una- de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje -eso también me gustó- para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

-¿Qué está pensando?- pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

-Un lugar común- dijo. -Tal para cual.

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

-Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?

-Sí- dijo, todavía mirándome.

-Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.

-Sí.

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

-Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.

-¿Algo cómo qué?

-Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

-Prométame no tomarme como un chiflado.

-Prometo.

-La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?

-No.

-¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

-Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

-Vamos-, dijo.

2

No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.En ese instante comprendí que debía arrancarme -y arrancarla- de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos -al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos- pasaron muchas veces por sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa lisa sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

Mario Benedetti, 1968

domingo, 23 de agosto de 2009

La Olla Embarazada

Un señor le pidió una tarde a su vecino una olla prestada. El dueño de la olla no era demasiado solidario, pero se sintió obligado a prestarla. A los cuatro días, la olla no había sido devuelta, así que, con la excusa de necesitarla fue a pedirle a su vecino que se la devolviera.

—Casualmente, iba para su casa a devolverla... ¡el parto fue tan difícil!

— ¿Qué parto?

— El de la olla.

— ¿Qué?

— Ah, ¿usted no sabía? La olla estaba embarazada.

— ¿Embarazada?

— Sí, y esa misma noche tuvo familia, así que debió hacer reposo pero ya está recuperada.

— ¿Reposo?

— Sí. Un segundo por favor –y entrando en su casa trajo la olla, un jarrito y una sartén.

— Esto no es mío, sólo la olla.

— No, es suyo, esta es la cría de la olla. Si la olla es suya, la cría también es suya.

“El vecino está realmente loco”, pensó, “pero mejor que le siga la corriente”.

— Bueno, gracias.

— De nada, adiós.

— Adiós, adiós.

Y el hombre marchó a su casa con el jarrito, la sartén y la olla. Esa tarde, el vecino otra vez fue a tocar su timbre.

—Vecino, ¿no me prestaría un destornillador y una pinza? ...Ahora se sentía más obligado que antes.

—Sí, claro.

Fue hasta adentro y volvió con la pinza y el destornillador. Pasó casi una semana y cuando ya planeaba ir a recuperar sus cosas, el vecino tocó a su puerta.

— Ay, vecino ¿usted sabía?

— ¿Sabía qué cosa?

— Que su destornillador y su pinza son pareja.

— ¡No! – dijo el otro con ojos desorbitados— no sabía.

—Mire, fue un descuido mío, por un ratito los dejé solos, y ya la embarazó.

— ¿A la pinza?

— ¡A la pinza!... Le traje la cría –y abriendo una canastita entregó algunos tornillos, tuercas y clavos que dijo había parido la pinza.

“Totalmente loco”, pensó. Pero los clavos y los tornillos siempre venían bien. Pasaron dos días. El vecino pedigüeño apareció de nuevo.

— He notado –le dijo— el otro día, cuando le traje la pinza, que usted tiene sobre su mesa una hermosa ánfora de oro. ¿No sería tan gentil de prestármela por una noche? Al dueño del ánfora le tintinearon los ojitos.

— Cómo no – dijo, en generosa actitud, y entró a su casa volviendo con el ánfora.

—Gracias, vecino.

—Adiós.

—Adiós.

Pasó esa noche y la siguiente y el dueño del ánfora no se animaba a tocarle al vecino para pedírsela. Sin embargo, a la semana, su ansiedad no aguantó y fue a reclamarle el ánfora a su vecino.

— ¿El ánfora? – dijo el vecino – Ah, ¿no se enteró?

— ¿De qué?

— Murió en el parto.

— ¿Cómo que murió en el parto?

— Sí, el ánfora estaba embarazada y durante el parto, murió.

— Dígame ¿usted se cree que soy estúpido? ¿Cómo va a estar embarazada un ánfora de oro?

— Mire, vecino, si usted aceptó el embarazo y el parto de la olla, el casamiento y la cría del destornillador y la pinza, ¿por qué no habría de aceptar el embarazo y la muerte del ánfora?


Jorge Bucay, 1998

domingo, 16 de agosto de 2009

El Tiro por la Culata

Salgo de la estación del metro El Rosario. Son las 6.30 de la mañana y tengo el tiempo suficiente para llegar a tomar la primera hora de clase en el CCH Azcapo. Un hombre se me acerca y me pide la hora, bajo la vista a mi reloj y cuando la alzo siento el metal frío de una pistola en mi nuca.

Inmediatamente me doy cuenta de que el tipo es un novato: su voz quebrada y la temblorina del arma en mi cabeza muestran que aún no ha desarrollado la maestría en el arte de los asaltos.

-¡Ándale!, camina y no vayas a hacer tangos- dice el asaltante.

Me dejo conducir hasta un terreno baldío y, cuando ya no veo gente a nuestro alrededor, me zafo de su brazo, saco la pistola que siempre llevo en la cintura y le apunto directamente a la frente.

-¡A ver pendejo!, con que queriendo jugar a los ladrones ¡eh güey!

El tipo se queda helado y avienta la pistola al suelo. – ¡No señorita, no me mate!, ¡por favor!, ¡se lo juro, es la primera vez!

-Se nota güey, a ver dame todo lo que traes.

Dos minutos más tarde ya estoy de nuevo camino al CCH, aunque un poco retrasada para tomar mi primera clase. Que poca…una pistola vieja, un pinche relojito y 17 pesos… y yo que pensé que con este atraco, hoy ya no tendría que darme mis rolitas por el metro Tacubaya.

Anónimo, enero de 2005