martes, 23 de febrero de 2010

Los Obispos, el Papa y el Estado Laico

La aprobación por parte de la Cámara de Diputados de la reforma al artículo 40 de la Constitución, para reafirmar la “voluntad del pueblo mexicano de constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal…”, permite constatar por lo menos tres o cuatro cuestiones. La primera es que la enorme mayoría de las y los mexicanos, incluidos muchos miembros y diputados del PAN, están a favor del mismo. No podría ser de otra manera, puesto que las encuestas desde hace décadas muestran un consistente y altísimo apoyo de la población (alrededor de 90 por ciento) al Estado laico y a la separación entre éste y las iglesias. La segunda es que no todos en las iglesias han reaccionado igual ante el anuncio de esta reforma. Los medios de comunicación no se han tomado mucho la molestia en indagarlo pero, de acuerdo con ese alto porcentaje de aprobación, la mayor parte de las iglesias y religiones en México está de acuerdo en la vigencia y consolidación del Estado laico. La tercera es que, de acuerdo con encuestas serias y recientes, la gran mayoría de las y los católicos está de acuerdo con la laicidad del Estado. La cuarta es que no todos los dirigentes de la Iglesia católica se oponen al Estado laico. De hecho, si bien una parte de los obispos provee de argumentos e instiga a la extrema derecha en contra del Estado laico, otros prelados están de acuerdo con su existencia, aunque quisieran definirlo y atarlo a su particular concepción de libertad religiosa.

El sector más beligerante es el que más reflectores atrae. Su aislamiento, desesperación e impotencia es tal, que no hacen más que atacar rabiosamente a la clase política, incluso la panista, que se atrevió a votar por el Estado laico. Pero hay un sector más inteligente y prudente del Episcopado (quisiera pensar que representa a la mayoría de los obispos), el cual, siguiendo la línea vaticana, prefiere hablar de la necesidad de un laicismo sano y maduro. No lo niega, pero lo quiere definir a su manera.

El papa Benito XVI se ha expresado sobre el asunto en diversas ocasiones. En el Congreso Nacional de Juristas Católicos Italianos, en diciembre de 2006, señaló que “hoy la laicidad se entiende de varias maneras” y, haciendo un repaso histórico, afirmó que su significado “en los tiempos modernos ha asumido el de exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública mediante su confinamiento al ámbito privado y a la conciencia individual”. Según el Papa, “en la base de esta concepción hay una visión en la que no hay lugar para Dios, para un Misterio que trascienda la pura razón, para una ley moral de valor absoluto, vigente en todo tiempo y en toda situación”. Apoyado en la Constitución conciliar, Gaudiun et spes, el Papa afirmó entonces que “todos los creyentes, y de modo especial los creyentes en Cristo, tienen el deber de contribuir un concepto de laicidad que, por una parte, reconozca a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia, el lugar que les corresponde en la vida humana, individual y social, y que, por otra, afirme y respete ‘la legítima autonomía de las realidades terrenas’”. Según Benedicto XVI, una correcta interpretación de esta afirmación conciliar sobre esta legítima autonomía “constituye la base doctrinal de la “sana laicidad”. El Papa critica entonces no la laicidad, “sino su degeneración en laicismo, la hostilidad contra cualquier forma de relevancia política y cultural de la religión; en particular contra la presencia de todo símbolo religioso en las instituciones públicas. “Tampoco es signo de sana laicidad —dice Ratzinger— negar a la comunidad cristiana, y a quienes la representan legítimamente, el derecho de pronunciarse sobre los problemas morales que hoy interpelan la conciencia de todos los seres humanos, en particular de los legisladores y los juristas”.

En realidad, el Papa se equivoca en mucho sobre las actuales definiciones de laicidad. En primer lugar, la laicidad no pretende excluir a la religión y a sus símbolos de la vida pública, confinándolos al ámbito privado. De hecho, la laicidad se convierte en la mejor garantía de la libertad religiosa y no sólo de su expresión individual, sino también colectiva. Sin embargo, en una sociedad moderna, para lograr esto, lo lógico es que se retiren los símbolos religiosos de las instituciones públicas, pues de otra manera no habría igualdad de trato sino discriminación en la actuación de los funcionarios. ¿Se imagina usted a un juez dictando sentencia con una media luna islámica sobre su cabeza, o una estrella de David o un crucifijo o la Santa Muerte? Un Estado laico, por lo demás, no es el que reprime la expresión de las iglesias y diversas religiones, sino el que, en aras de una convivencia armoniosa y pacífica, las considera en su relatividad y espacio propio. Lo que el Papa no entiende es que la pluralidad de las expresiones religiosas en nuestra sociedad obliga a su relativización. En otras palabras, el Estado laico no hace más que ordenar el tráfico de expresiones religiosas para que nadie se pase el alto, evitando así aparatosos choques. No es que en el Estado laico no haya lugar para Dios. Es que ningún Dios, con su consecuente ley moral absoluta e infinita, puede ser impuesto a todos por la fuerza.


Blancarte, Roberto. “Los Obispos, el Papa y el Estado Laico” en Milenio Diario, México, D.F. 16 de febrero de 2010, consultado el 20 de febrero de 2010.
http://impreso.milenio.com

martes, 16 de febrero de 2010

¿A quién engañan?

El asesinato de 15 jóvenes en Ciudad Juárez es la demostración palmaria del fracaso de la estrategia oficial para contener la violencia en ésa y otras ciudades de la República. Los hechos de la frontera, inscritos en ese frenesí de sangre, locura y absoluta barbarie en que se ha convertido la guerra contra el narcotráfico, congelaron la triunfal declaratoria del gobierno, obligándolo a prometer una nueva revisión integral” de sus estrategias.

Simultáneamente, sobreponiéndose al efecto paralizador del miedo, los familiares de las víctimas, unidos a otros ciudadanos, convirtieron la tragedia en una denuncia de gravísimas implicaciones morales. Mientras el gobernador ejercitaba la penúltima frase de la consabida retórica oficial (“preservar el cumplimiento de la legalidad y el combate a la impunidad”, Chihuahua al instante, 2 de febrero de 2010), en los funerales los familiares de las víctimas expresaban los límites de la irritación: “Señor Presidente: ¿qué haría si de uno de estos jóvenes fuera su hijo?, ¿qué haría?”. O: “Señor Presidente: hasta que no encuentren un responsable, usted es el asesino”. Lo que sorprende, en verdad, es que esas respuestas no se hubieran producido con anterioridad.

En la guerra contra la delincuencia organizada, el gobierno cree disponer de cierta ventaja por el hecho de que las peores amenazas para la seguridad y la estabilidad se concentran en algunas regiones del país o, incluso en varias ciudades cuyos riesgos potenciales no comprometen todavía la seguridad nacional en su conjunto.

Como ha escrito Víctor Orozco desde Ciudad Juárez, cuando se sigue la lógica oficial “es casi irrelevante que el estado de Chihuahua haya tenido 3 mil 637 muertes en 2009 y Ciudad Juárez 2 mil 635”, pues “sus poblaciones sólo representan 3.5 por ciento y menos de 2 por ciento, respectivamente del total que tiene el país”.

Esta manera de aislar a las zonas calientes de la “normalidad” general no es más que una ficción, pues, como dice Orozco, el argumento “se me antoja mucho al consuelo que se brinda al enfermo que ‘sólo’ tiene gangrenados los dedos del pie izquierdo o ‘sólo’ tiene cáncer en la próstata. Noventa y ocho por ciento de su cuerpo, le dicen los piadosos que lo reconfortan, se encuentra sano”.

Tampoco el argumento de que la mayoría de los asesinatos ocurran entre miembros de bandas rivales parece sostenerse sin más. La acusación más grave está contenida en la declaración emitida por la Asamblea Ciudadana Juarense y el Frente Nacional Contra la Represión en Ciudad Juárez, donde se afirma: “lo que padecemos en Ciudad Juárez no es la violencia provocada por enfrentamientos entre bandas del crimen organizado ni entre las fuerzas federales y las bandas del crimen. Casi la totalidad de los 2 mil 635 asesinatos del año 2009 y los que van de 2010 se han dado por ejecuciones a personas desarmadas sin enfrentamientos, en lo que parece ser una estrategia de limpia programada por una fuerza militar superior, en el marco de una campaña de terror. La violencia que se está promoviendo y tolerando por el gobierno, le ha servido a Felipe Calderón de pretexto para seguir militarizando al país sin resultados contrarios al crimen, pero sí restringiendo derechos a la población”.

Decir que en la frontera actúan escuadrones de la muerte para sembrar el terror entre la ciudadanía es una acusación mayor que no puede obviarse, pues nos pone ante un panorama de descomposición general que supera lo hasta ahora imaginable.

Ya va siendo hora de que el gobierno asuma que la guerra contra el crimen organizado es un asunto de dimensión nacional (e internacional, claro) que exige, asimismo, políticas generales, cambiar la concepción dominante sobre el desarrollo posible de México que hasta ahora ha sido errónea y calamitosa para la mayoría del país y nociva hacia el futuro.

Pretender resolver la cuestión del crimen organizado mediante la continua desarticulación de las bandas y sus zonas de influencia, sin tocar en serio los mercados ni las finanzas que las alimentan o dejando a un lado la recomposición de la vida social, deteriorada por décadas de abusivo despliegue de políticas económicas excluyentes es, a lo sumo, una forma de cumplir el triste papel de cancerbero interno que Estados Unidos nos asigna en su propia idea de seguridad nacional, pero de ninguna manera puede concebirse como una solución “integral” a los problemas estructurales, sociales y culturales que explican al narcotráfico.

Porque no habrá forma de combatir al negocio infinito de las drogas sin un examen sereno del lugar que éstas ocupan en las sociedades modernas y en este punto la dependencia ciega a las políticas estadunidenses es una pésima opción, pues ninguna ha sido tan poco eficaz para reducir el consumo como las que desde siempre se han practicado en el país vecino. Si en una primera aproximación, la lucha contra el crimen organizado exige el uso necesario y legítimo de la fuerza del Estado, ésta se agota si no somos capaces de poner en pie a la sociedad frente a las capacidades depredadoras, gravitacionales, de los grupos delictivos. Pero eso es imposible si las cuentas alegres sustituyen el análisis objetivo de los resultados.

Hay poco de qué sentirse orgullosos. La persistencia de la violencia y su contrapartida, la impunidad, no auguran sino tiempos más oscuros. La simultánea degradación de la solidaridad social, para darle paso al individualista sálvense quién pueda, codificado por las autoridades como prohibición a la defensa de los intereses colectivos; la ofensiva de tinte religioso enmascarada tras la supuesta imparcialidad de la procuraduría es un síntoma de retroceso que el gobierno ignora, como ignora el malestar silencioso busca el lugar y la hora para expresarse, ante la mirada ciega de los que han hecho de la desigualdad, la pobreza y la crisis un simple problema contable, natural.

La masacre de Ciudad Juárez, con su cauda de furia y dolor, nos recuerda la fragilidad de los grandes juegos políticos.

Sánchez Rebolledo, Adolfo. “¿A quién engañan?” en La Jornada, México, D.F. a 4 de febrero de 2010, consultado el 10 de febrero de 2010 http://www.jornada.unam.mx

domingo, 7 de febrero de 2010

El bicentenario: el desacuerdo

Hay un dato que parece genérico con respecto a la celebración de las dos fechas que definen al dilatado y tumultuoso espacio anímico, moral y social en el que la sociedad mexicana logró gradual y muy lentamente la forma de un estado-nación entre 1810 y 1910: en 2010 los mexicanos no nos ponemos simplemente de acuerdo en torno a qué, cómo y cuándo celebrar. Más aún: frente a los dilemas y los desgarramientos actuales que conmueven al país, muchos ni siquiera se encuentran en ánimo de celebrar.

El gobierno federal, ocupado por Acción Nacional desde 2000, ha privilegiado la vindicación del movimiento de Independencia por encima de los rituales que, en la segunda mitad del siglo XX, cifraron los paralajes públicos de una memoria que, año con año, reiteraba la apropiación ideológica y propagandística, por parte del PRI, de la herencia de la Revolución. Asombra la cantidad de esos rituales que han sido suprimidos: ya no hay desfile con porristas y acróbatas de la CTM el 20 de noviembre; el recuerdo de Plutarco Elías Calles se quedó sin el día fastuoso que le deparaban los priístas anualmente en el Monumento a la Revolución; el 5 de febrero se celebra el lunes previo, que ya no es Día de la Bandera, pero como acto banal y de asueto, eximiendo a todos los que tenían que soportar el calor en la explanada del Zócalo durante horas y horas. Las razones de este intento de reconfigurar la memoria pública son menos sencillas de lo que se cree; pero hay dos, entre ellas, cuya lógica no acierta a transformarse en una efectiva logística pública y simbólica que sustituya la antigua y poderosa función ritual que concedía tanto consenso al Estado.

En el centro de la iconografía de la Independencia se encuentra esa parte de la Iglesia que, en contra de su propia jerarquía, decidió sumarse a la insurgencia. Es el momento en que la Iglesia se convierte en un sinónimo de la fundación de la nación, así sea gracias a los curas que se enfrentaron a ella misma (con el apoyo al II Imperio de Maximiliano la Iglesia habría de renunciar a esta función nacional). La Revolución, en cambio, al menos la antigua historia oficial de la gesta que separa y une a Madero con Carranza, define un ámbito de secularización radical, hasta llegar incluso al jacobinismo, cuyo sentido de modernidad se deriva esencialmente de este conflicto.

Desde 1914 hasta la fecha, acaso, en la retórica revolucionaria la Iglesia es sinónimo de atraso, oscurantismo e intolerancia. En esa retórica, estar contra la Iglesia es estar con el futuro. Por su parte, la escasa intelectualidad católica mexicana del siglo XX nunca supo cómo revertir esta doxa liberal.

La segunda razón por la que la nueva oficialidad panista ha tratado de suprimir o desplazar del centro de la atención los rituales de la memoria de la Revolución es más pragmática y accidental: se cree que suprimiendo su evocación, su iconografía pública, se cartografía la historia en un “antes” y un “después” de que la derecha ascendió al poder máximo de la República. Es un deseo y un espejismo a la vez: el deseo de situarse en el umbral de los símbolos actuales de la modernidad. El espejismo: ese “después” ya no es tan claro en 2010 como podía serlo en 2000.

El PRI, por su parte, atraviesa por un desasosiego de sus identidades históricas no menos dilemático. La homologación entre su ideología, su retórica y sus símbolos con ese acontecimiento que el mito acabó llamando “Revolución”, dependía firmemente de su capacidad para incluir a todos su protagonistas a la vez, como un gran retablo nacional: Madero, que combatió a Zapata; Carranza, que combatió a Villa; Obregón, que combatió a Carranza; todos ellos podían ser parte del mismo limbo emancipador si el final era claro. Y ese final, que era un comienzo a la vez, estaba garantizado por su lealtad a la era del callismo, el momento fundador de una historia de 70 años, que se inicia con el Partido Nacional Revolucionario.

Su dilema es que todo lo que aconteció en México desde los años 90, la democratización, la liberalización, la caída del nacionalismo, si algo vuelve inadmisible es la memoria de ese termidor de la Revolución Mexicana que representó el callismo. En la actual retórica del PRI, la Revolución aparece como un discurso desvencijado por el simple hecho de que no cuenta con lo esencial de una semántica efectivamente histórica: es decir, el efecto de poder vincular simbólicamente el pasado con el futuro.

En el otro lado, y como ya es su costumbre, la izquierda ha enmudecido. Y su silencio es el síntoma de un desacuerdo interno que aparece finalmente como una memoria reprimida o suprimida, que le veda cualquier posibilidad de establecer un discurso más o menos coherente sobre su pasado reciente. Siempre y cuando entendamos el término discurso como un lazo o un nexo social. Sus sectores más fuertes, más institucionales, digamos, en el seno del PRD, sobre todo, mantienen una lealtad ya incomprensible a la vieja retórica, más que del nacionalismo, del estatismo revolucionario. Es decir, un discurso que ya no cuenta con los territorios institucionales en los que solía materializarse en afección pública. Mientras que sus principales dirigentes, como Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, sigan manteniendo que el PRI fue el que los abandonó en 1988 y no ellos al PRI, en cuestión de construcción de su pasado, las cosas no van ir muy lejos.

La nueva izquierda podría contar con un discurso que hoy sería esencial para rencontrase a sí misma: la idea de que la Revolución, como toda revuelta moderna, produjo grandes transformaciones sociales, pero también un nuevo sistema de apropiación asimétrica del poder. Y por ello sería preciso pensar más en los cambios del futuro, que en aquello que nunca lograron, ni lograrán realizar: los cambios del pasado.

Ilán, Semo. La Jornada, 23 de enero de 2010